lunes, 1 de septiembre de 2008

Oli.


Un día indeterminado, converso con una amiga a la cual años antes había pretendido besar. Le cuento sobre mis estados de ánimo y de una pena que me acontecía en ese momento. Ella respondiendo a mí dialogo me dice: es que lo que pasa Miguel, que tú eres como Oliverio (protagonista de la película El lado oscuro del corazón) te inspiras en el dolor, es como si lo necesitaras. Solo que a Oliverio no lo persigue el dolor si no la señora muerte.

Otro día, camino recorriendo los puestos de cachureos que se ponen en las calles de mi población los días domingo, esos que rodean la feria libre villa O’Higgins. Miro hacia el suelo y me encuentro con los dos Dvd de las películas (versión primera y secuela) originales en uno de los puestos. Un borracho los había recogido quizás de qué basurero. Oh sorpresa, ¿Cuánto valen? Pregunto. Deme mil quinientos amigo y no se haga problema. Desenfundo mi dinero y me los llevo.

En la tarde me encierro a recordar estas películas, las veo y me emociono como la primera vez. Recuerdo lo dicho por mi amiga y recuerdo lo que pensé en ese momento: “no quiero ser como Oliverio”.
A Oliverio lo persigue la muerte, pero su búsqueda se centra en la búsqueda de la mujer que vuela. La encuentra y la pierde. Así como tantas que aparecen en su búsqueda. Y parece ser que esa es también mi búsqueda. Busco la mujer que vuela cuando hacemos el amor. Y parece que la encontré, pero llena de obstáculos, lucho por ella y no sé en que terminara todo. Eso que más da, solo me basta con poder volar con ella. No importa si con ella caigo de los cielos y me lastimo. Solo importa poder volar por un momento, encontrarse una vez en la vida con lo que se ha buscado por tanto tiempo.

De regalo les dejo el texto que aparece en toda conversación que Oliverio comienza con cada mujer que encuentra:

No les perdono que no sepan volar...

No sé, me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija.
Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! - y en esto soy irreductible – no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar.

Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretenden seducirme! Esta fue - y no otra – la razón de que me enamorase tan locamente, de María Luisa. ¿Que me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Que me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma! Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...

¡Con que impaciencia yo esperaba que volviese, volando de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Que delicia la de tener una mujer tan ligera... aunque nos haga ver, de vez en cuando las estrellas! ¡Que voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes... la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer a una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en conseguirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando...

Oliverio Girondo

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