lunes, 28 de julio de 2014

V/S

Viernes

Antes de salir del bar donde viéramos un aburrido partido de la selección chilena camino al mundial de la discordia garota o como gritan las paredes y pancartas de los indignados brazucas “nao vai ter copa”, un grandulon me queda mirando a la salida del baño y me dice -¿querí un saquecito?. – igual poh, le contesto. Pero cerremos la puerta, porque esta lleno de pacos sapiando. Al salir, la cuenta estaba pagada, el partido finalizado y ya esperábamos el colectivo que nos llevaría hasta la salida de la biblioteca nacional, en el centro de Santiago.

Llegamos a eso de las doce de la noche y el punto de encuentro es en el barrio brasil, mas precisamente en una de las salidas del metro republica. Mi acompañante se saluda cariñosamente con él, yo solo un apretón de manos de cortesía. Comenzamos a caminar y nuestro anónimo acompañante nos pregunta ¿Qué quieren hacer? Le respondemos de forma taxativa: tomar, comer y conversar. Nos metemos por las calles del barrio Brasil hasta que damos con un callejón de tierra donde se encuentran algunos bares y un restaurante chino. Para nosotros un bar con mesas en la calle es suficiente, cerveza, cigarros …

Guillermo Ossandón fue uno de los fundadores del grupo subversivo Mapu-Lautaro, esto a partir del año 1982 que fue cuando se separa del MAPU junto a otros compañeros. Hasta ese momento compartió militancia con Enrique Correa, Carlos Montes, Jaime Estévez, Tomas Moulian, entre otros humildes representantes de la clase política pasada y actual.

El hijo de Guillermo se parece mucho a él, su cara es menuda y sus lentes hacen ver a su padre ya cuando pasaba los años del indulto. Su cuerpo es delgado y usa ropa ancha. Nos cuenta que esta estudiando en un liceo emblemático haciendo dos por uno en horario nocturno. De sopetón y sin decir agua va, constantemente da rienda suelta a su perorata de movilización estudiantil, toma de liceos, marchas, petitorios, organización y bla bla bla bla bla. Lo interrumpimos solo para llenar los vasos con cerveza o para decirle que lo que nos dice es solo un mono inventado por su psiquis revolucionebria, que nada de lo que nos cuenta va a pasar, que no debe esperar nada de nadie, que nosotros venimos viendo el mismo circo hace años y nada a cambiado y bla bla bla bla bla bla.

El hijo de Ossandon nos dice – pero déjenme hablar. Y la verdad es que no se calla nunca y rebobina el cassette cada vez que el discurso se le termina. Y arma y desarma rebeliones como si su padre siguiera vivo, como si la rebeldía subversiva siguiera viva. Ya vamos como por la cuarta o quinta corrida de cervezas y nuestra conversación se desarrolla a gritos, un mesero se acerca y nos pide que bajemos el volumen de la conversación, las mesas de los lados nos miran como tratando de incorporarse al dialogo o tratando con sus miradas biónicas de quemar nuestras cuerdas vocales. En el Chile de hoy la política de bar se hace calladito.

Ya no nos quieren vender mas cerveza, nos terminamos lo que queda, nos convencemos que esto no va para ninguna parte, por lo menos para los lugares a los que a nosotros nos gustaría que fuera. Nos ponemos de pie, ya lo suficientemente borrachos para saber que nada de lo que hemos dialogado nos distancia tanto como para tomar un arma y comenzar a disparar a nuestros supuestos enemigos. Caminamos hasta la alameda donde nos despedimos de forma muy amistosa y cordial, yo por lo menos sé que lo más probable es que no nos volvamos a ver nunca más en la vida.

Sábado

Nos rodean, comienzan a darnos golpes en la cara, en la nuca, en los oídos. Empujones en la espalda, apretones en los brazos. Las patadas en las piernas, las pisadas de bototos en los dedos de los pies, los puntapiés en los tobillos. Los lentes vuelan frente a mí,  mientras la jauría me grita a los oídos mensajes que no comprendo, garabatos que me son tan familiares y voces femeninas. Voces femeninas que me llaman profundamente la atención.

Ya nos habíamos distanciado de nuestro amigo hijo de subversivo. El dialogo nos llevaba a pensar que todo su discurso respondía al peso de su pasado trágico de cárcel, muerte y derrota. Al par de cuadras ya se nos había olvidado todo y comenzábamos a pensar en como y donde seguir apaciguando la sed que nos inundaba. Levantamos la mano y tomamos un taxi, le damos la dirección y nos lleva.

Conversación de taxista de trasnoche: si poh chiquillos una vez en esta esquina se me subieron dos minas exquisitas, yo les paré y cuando les pregunto ¿A dónde van? No me va a creer mi amigo, eran mas roncas que Ud. con esa voz de cigarrillo a medio apagar. Las risotadas nos invaden, comenzamos a dudar de cada mujer que asoma por las esquinas. Segunda intervención del taxista: aquí poh cabros se me subieron dos compadres, piolita los cabros, wena pinta, no tenían nah care patos malos. En un momento me piden que los deje en esta esquina, si, si, justo aquí (para en una esquina y comienza a hacer ademanes para mostrarnos lo sucedido) y el que viene aquí al lado mío me saca una pistola y me la pone en la frente. ¿Qué le iba a hacer yo? Tuve que dejar que se llevaran toda la platita que había hecho esa noche. Asentimos con la cabeza, soltamos chistes para distender la tragedia que nos cuenta y llegamos a nuestra trinchera temporal.

Cuando veo que mis lentes vuelan directo hacia el suelo y en clara disposición a ser pisoteados por la salvajada policial, me detengo. Hecho el cuerpo hacia atrás y trato de reincorporarme de los golpes recibidos en mi cabeza y oídos. Comienzo a increpar a un policía que viene frente a mí caminando hacia atrás y mirando toda la situación, casi como un director de orquesta. – mis lentes weon, no veo nada. Les grito. Devuélveme mis lentes, continuo. Para evitar el avance de la jauría hecho mi cuerpo hacia atrás y trato de detener a la masa, en ese momento miro hacia atrás y mi compañero choca conmigo. Veo como con la cabeza agachada resiste los golpes y empujones, recién ahí me di cuenta de la cantidad de policías que nos estaban golpeando. Un nuevo golpe en la cabeza me trae de nuevo al martirio, el policía que viene mirando todo me muestra mis lentes en sus manos y me dice que avance. Entrégame mis lentes, le digo. Un seco no, me hace avanzar en busca de mi tesoro de policarbonato.

Llegamos a nuestra cloaca y entre ropas repartidas por el suelo, una cama entre desecha y muerta, platos llenos de sobrantes de comida y de cenizas petrificadas nos acomodamos. Una botella de tequila nos ampara, un vidrio con cuatro líneas blancas, todas muy similares, son la invitación a seguir conversando. Entre dialogo y desvarío tomamos la decisión de esperar el amanecer e irnos al puerto de Valparaíso, allá quizás las cosas se den de mejor manera. Bebemos, abren el supermercado más cercano y compramos unas cervezas. Al finalizarlas ya estábamos camino al terminal de buses, compramos boletos, nos alimentamos con comida rápida a la chilena, a saber sopaipillas, completos, papas fritas, etc.

No supe del viaje porque había que cuidar las energías y el sueño merecía. Cuando llegamos al rodoviario porteño un grito de ¡llegamos! nos hace saltar de impresión y nos bajamos. Caminamos, nos detenemos en una plaza por un trago de café, miramos a las familias disfrutar del sueño de la felicidad, el aire puro comienza a producirme nauseas, necesito un bar. Llegamos a una esquina cualquiera, atravesamos las puertas de un pequeño garito y nos sentamos, cervezas, papas fritas, personas sobre todo adultas apoyadas en la barra bebiendo, un par de señoras toman el té en una mesa contigua a la nuestra, una pareja de ancianos enamorados se hace cariño mientras miran televisión, en una esquina un grupo canta canciones que desconozco, discursean y se ríen. De pronto, comienzan a cantar el himno nacional, saludan con el pecho inflado a su General Pinochet, la locataria les pide cortésmente que no canten porque ese lugar no es para eso. Un hombre canoso los mira desde la barra y se acerca a conversar algo con ellos. Nosotros conversamos de la historia patria, de la psicología del chileno, de lo feo que es el puerto, de qué hace un grupo de Tinku en una plaza de un puerto centrino. Nos hartamos del lugar y volvemos a la calle.

Al terminar el túnel oscuro de golpes y agravios verbales, una pseudo oficina nos esperaba, al parecer eran los estacionamientos de la comisaría. Una patrulla estacionada en el lugar, en sus puertas decía: 2ª comisaría de Valparaíso, pensé que estábamos ahí, luego lo dudé. Me revisan de pies a cabeza, me piden mi carnet, una lágrima ahogada en el fondo de mis ojos me hace sentir la impotencia de la sin-razón. Me pregunto en silencio una y otra vez ¿porqué nos pegaron de esa forma? Repaso lo sucedido en mi cabeza y no logro entender donde estuvo la provocación, el riesgo a su integridad o la peligrosidad de nuestro actuar. Las paredes de frío concreto eran iluminadas por ampolletas amarillas de gran luminosidad. La jauría de policías enfervorizados va y viene hasta que en un momento desaparecen, una mujer de trenza muy larga me llama la atención por su intransigencia en los gritos. Con un porte como el de ella no es necesario gritar, pienso. De pronto todo se torna silencio, todos los detenidos son sacados del lugar menos yo. Me llaman, preguntan mi nombre y dirección, llenan un papel que me entregan junto con mi carnet, nadie me mira a los ojos, nadie me habla de frente, nadie me explica nada. Solo escucho un seco RETIRESE. Me acompañan hasta la puerta, vuelvo a pasar por el lugar de la golpiza y todo tan normal como siempre, ya no hay policías enfervorizados ni carne de cañón que maltratar. El lugar es el fiel reflejo de su slogan “orden y patria”

Al salir del bar en que nos encontrábamos, nos encaminamos hacia la calle Cumming donde alguna vez escuché que pasaban cosas, conversamos y dimos vueltas de vagabundo, compramos unos cigarrillos y cerveza. Mi compañero se sienta en una cuneta mientras yo trato de dialogar con un par de hippies guitarrientos que comparten sus creaciones.

De pronto escuchamos un sonido de guitarra electroacústica que atraviesa el viento, abandono lo que estoy haciendo para ir a curiosear. Al final de la calle, en una pequeña plazoleta nos encontramos con Johnny Blues tratando de organizar sus primeros acordes y su cuerpo recogido, sentado, atrincherado tras ese amplificador, la armónica cantándonos y la dicha suprema de beber cerveza en las calles y escuchar la música de los negros algodoneros.

Le prendí un cigarro en su boca. – Gracias hermano.- me dijo.
Gracias a ti johnny retruqué, acordándome de sus discos, del documental hecho por el Pogo de los peores de Chile, de la primera vez que lo vi en el paseo Huérfanos del centro de Santiago, de cuanto temo en quedar ciego.

Mientras sonaba un blues cualquiera, en el momento en que bajo la vista para encender un cigarrillo, cuando la noche comenzaba a abrazarnos y johnny nos ponía en sintonía, de un vehiculo verde, grande, pero desconocido para mí, comienzan a descender elementos de fuerzas especiales de la policía Chilena, se dirigen a nuestra presencia, nos piden que nos pongamos de pie y del brazo nos suben al vehiculo. Ahí fue cuando comenzaron los gritos, cuando el silencio se apodero de mi mente, cuando deje que sucediera lo que fuera. Cinco detenidos en ese vehiculo llegaron a la 2ª comisaría de Valparaíso aproximadamente a las once de la noche del sábado 31 del mes del mar.

Según un estudio desarrollado por la Universidad Diego Portales y el Instituto de Derechos Humanos acerca de las denuncias sobre violencia policial (violencia innecesaria, detenciones ilegales y delitos asociados) muestra que a partir de la llegada de la democracia en Chile este tipo de denuncias han ido en aumento, esto demostrado en el aumento de registros entregados por la Brigada de Investigaciones de delitos contra los Derechos Humanos de la PDI y el aumento de causas por parte de la Fiscalía Militar y la Corte Marcial.

Por lo menos nosotros, no denunciamos.

Una ves en la calle necesitábamos entender lo que nos había sucedido, saber donde estábamos y hacia donde iríamos. Después de patear un par de señaléticas y de escupir un racimo de garabatos al viento contra la honorable fuerza publica, superamos el hecho y nos encaminamos hacia donde nos habían tomado detenidos. Johnny ya no estaba y la noche se había inundado de gente que repletaba los bares y locales de diversión. Nada mas nos quedaba que seguir la corriente del río, seguir el rumbo de nuestra motivación y embriagarnos con el licor que el puerto nos brindaba. Cerveza, tequila, música, vasos al suelo, cigarrillos en las veredas, ojos a medio abrir, borrachera que comenzaba a enrarecer nuestras palabras, cansancio.

Ya pasada la noche, esperamos afuera del rodoviario porteño, la reja se abre y compramos pasajes de vuelta, subimos al bus y sin saber nada mas abrimos los ojos de un sobresalto una ves de vuelta en Santiago.




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