Viernes
Antes de salir
del bar donde viéramos un aburrido partido de la selección chilena camino al
mundial de la discordia garota o como gritan las paredes y pancartas de los
indignados brazucas “nao vai ter copa”, un grandulon me queda mirando a la
salida del baño y me dice -¿querí un saquecito?. – igual poh, le contesto. Pero
cerremos la puerta, porque esta lleno de pacos sapiando. Al salir, la cuenta
estaba pagada, el partido finalizado y ya esperábamos el colectivo que nos
llevaría hasta la salida de la biblioteca nacional, en el centro de Santiago.
Llegamos a eso
de las doce de la noche y el punto de encuentro es en el barrio brasil, mas
precisamente en una de las salidas del metro republica. Mi acompañante se
saluda cariñosamente con él, yo solo un apretón de manos de cortesía.
Comenzamos a caminar y nuestro anónimo acompañante nos pregunta ¿Qué quieren
hacer? Le respondemos de forma taxativa: tomar, comer y conversar. Nos metemos
por las calles del barrio Brasil hasta que damos con un callejón de tierra
donde se encuentran algunos bares y un restaurante chino. Para nosotros un bar
con mesas en la calle es suficiente, cerveza, cigarros …
Guillermo
Ossandón fue uno de los fundadores del grupo subversivo Mapu-Lautaro, esto a
partir del año 1982 que fue cuando se separa del MAPU junto a otros compañeros.
Hasta ese momento compartió militancia con Enrique Correa, Carlos Montes, Jaime
Estévez, Tomas Moulian, entre otros humildes representantes de la clase
política pasada y actual.
El hijo de
Guillermo se parece mucho a él, su cara es menuda y sus lentes hacen ver a su
padre ya cuando pasaba los años del indulto. Su cuerpo es delgado y usa ropa
ancha. Nos cuenta que esta estudiando en un liceo emblemático haciendo dos por
uno en horario nocturno. De sopetón y sin decir agua va, constantemente da
rienda suelta a su perorata de movilización estudiantil, toma de liceos,
marchas, petitorios, organización y bla bla bla bla bla. Lo interrumpimos solo
para llenar los vasos con cerveza o para decirle que lo que nos dice es solo un
mono inventado por su psiquis revolucionebria, que nada de lo que nos cuenta va
a pasar, que no debe esperar nada de nadie, que nosotros venimos viendo el
mismo circo hace años y nada a cambiado y bla bla bla bla bla bla.
El hijo de
Ossandon nos dice – pero déjenme hablar. Y la verdad es que no se calla nunca y
rebobina el cassette cada vez que el discurso se le termina. Y arma y desarma
rebeliones como si su padre siguiera vivo, como si la rebeldía subversiva siguiera
viva. Ya vamos como por la cuarta o quinta corrida de cervezas y nuestra
conversación se desarrolla a gritos, un mesero se acerca y nos pide que bajemos
el volumen de la conversación, las mesas de los lados nos miran como tratando
de incorporarse al dialogo o tratando con sus miradas biónicas de quemar
nuestras cuerdas vocales. En el Chile de hoy la política de bar se hace
calladito.
Ya no nos
quieren vender mas cerveza, nos terminamos lo que queda, nos convencemos que
esto no va para ninguna parte, por lo menos para los lugares a los que a
nosotros nos gustaría que fuera. Nos ponemos de pie, ya lo suficientemente
borrachos para saber que nada de lo que hemos dialogado nos distancia tanto
como para tomar un arma y comenzar a disparar a nuestros supuestos enemigos.
Caminamos hasta la alameda donde nos despedimos de forma muy amistosa y
cordial, yo por lo menos sé que lo más probable es que no nos volvamos a ver
nunca más en la vida.
Sábado
Nos rodean, comienzan a
darnos golpes en la cara, en la nuca, en los oídos. Empujones en la espalda,
apretones en los brazos. Las patadas en las piernas, las pisadas de bototos en
los dedos de los pies, los puntapiés en los tobillos. Los lentes vuelan frente
a mí, mientras la jauría me grita a los
oídos mensajes que no comprendo, garabatos que me son tan familiares y voces
femeninas. Voces femeninas que me llaman profundamente la atención.
Ya nos
habíamos distanciado de nuestro amigo hijo de subversivo. El dialogo nos
llevaba a pensar que todo su discurso respondía al peso de su pasado trágico de
cárcel, muerte y derrota. Al par de cuadras ya se nos había olvidado todo y
comenzábamos a pensar en como y donde seguir apaciguando la sed que nos
inundaba. Levantamos la mano y tomamos un taxi, le damos la dirección y nos
lleva.
Conversación
de taxista de trasnoche: si poh chiquillos una vez en esta esquina se me
subieron dos minas exquisitas, yo les paré y cuando les pregunto ¿A dónde van?
No me va a creer mi amigo, eran mas roncas que Ud. con esa voz de cigarrillo a
medio apagar. Las risotadas nos invaden, comenzamos a dudar de cada mujer que
asoma por las esquinas. Segunda intervención del taxista: aquí poh cabros se me
subieron dos compadres, piolita los cabros, wena pinta, no tenían nah care
patos malos. En un momento me piden que los deje en esta esquina, si, si, justo
aquí (para en una esquina y comienza a hacer ademanes para mostrarnos lo
sucedido) y el que viene aquí al lado mío me saca una pistola y me la pone en
la frente. ¿Qué le iba a hacer yo? Tuve que dejar que se llevaran toda la
platita que había hecho esa noche. Asentimos con la cabeza, soltamos chistes
para distender la tragedia que nos cuenta y llegamos a nuestra trinchera
temporal.
Cuando veo que mis lentes vuelan directo hacia el suelo y en clara disposición
a ser pisoteados por la salvajada policial, me detengo. Hecho el cuerpo hacia
atrás y trato de reincorporarme de los golpes recibidos en mi cabeza y oídos.
Comienzo a increpar a un policía que viene frente a mí caminando hacia atrás y
mirando toda la situación, casi como un director de orquesta. – mis lentes
weon, no veo nada. Les grito. Devuélveme mis lentes, continuo. Para evitar el
avance de la jauría hecho mi cuerpo hacia atrás y trato de detener a la masa,
en ese momento miro hacia atrás y mi compañero choca conmigo. Veo como con la
cabeza agachada resiste los golpes y empujones, recién ahí me di cuenta de la
cantidad de policías que nos estaban golpeando. Un nuevo golpe en la cabeza me
trae de nuevo al martirio, el policía que viene mirando todo me muestra mis
lentes en sus manos y me dice que avance. Entrégame mis lentes, le digo. Un
seco no, me hace avanzar en busca de mi tesoro de policarbonato.
Llegamos a
nuestra cloaca y entre ropas repartidas por el suelo, una cama entre desecha y
muerta, platos llenos de sobrantes de comida y de cenizas petrificadas nos
acomodamos. Una botella de tequila nos ampara, un vidrio con cuatro líneas
blancas, todas muy similares, son la invitación a seguir conversando. Entre
dialogo y desvarío tomamos la decisión de esperar el amanecer e irnos al puerto
de Valparaíso, allá quizás las cosas se den de mejor manera. Bebemos, abren el
supermercado más cercano y compramos unas cervezas. Al finalizarlas ya
estábamos camino al terminal de buses, compramos boletos, nos alimentamos con
comida rápida a la chilena, a saber sopaipillas, completos, papas fritas, etc.
No supe del
viaje porque había que cuidar las energías y el sueño merecía. Cuando llegamos
al rodoviario porteño un grito de ¡llegamos! nos hace saltar de impresión y nos
bajamos. Caminamos, nos detenemos en una plaza por un trago de café, miramos a
las familias disfrutar del sueño de la felicidad, el aire puro comienza a
producirme nauseas, necesito un bar. Llegamos a una esquina cualquiera,
atravesamos las puertas de un pequeño garito y nos sentamos, cervezas, papas
fritas, personas sobre todo adultas apoyadas en la barra bebiendo, un par de
señoras toman el té en una mesa contigua a la nuestra, una pareja de ancianos
enamorados se hace cariño mientras miran televisión, en una esquina un grupo
canta canciones que desconozco, discursean y se ríen. De pronto, comienzan a
cantar el himno nacional, saludan con el pecho inflado a su General Pinochet,
la locataria les pide cortésmente que no canten porque ese lugar no es para
eso. Un hombre canoso los mira desde la barra y se acerca a conversar algo con
ellos. Nosotros conversamos de la historia patria, de la psicología del
chileno, de lo feo que es el puerto, de qué hace un grupo de Tinku en una plaza
de un puerto centrino. Nos hartamos del lugar y volvemos a la calle.
Al terminar el túnel oscuro de golpes y agravios verbales, una pseudo
oficina nos esperaba, al parecer eran los estacionamientos de la comisaría. Una
patrulla estacionada en el lugar, en sus puertas decía: 2ª comisaría de
Valparaíso, pensé que estábamos ahí, luego lo dudé. Me revisan de pies a
cabeza, me piden mi carnet, una lágrima ahogada en el fondo de mis ojos me hace
sentir la impotencia de la sin-razón. Me pregunto en silencio una y otra vez
¿porqué nos pegaron de esa forma? Repaso lo sucedido en mi cabeza y no logro
entender donde estuvo la provocación, el riesgo a su integridad o la
peligrosidad de nuestro actuar. Las paredes de frío concreto eran iluminadas
por ampolletas amarillas de gran luminosidad. La jauría de policías
enfervorizados va y viene hasta que en un momento desaparecen, una mujer de
trenza muy larga me llama la atención por su intransigencia en los gritos. Con
un porte como el de ella no es necesario gritar, pienso. De pronto todo se
torna silencio, todos los detenidos son sacados del lugar menos yo. Me llaman,
preguntan mi nombre y dirección, llenan un papel que me entregan junto con mi
carnet, nadie me mira a los ojos, nadie me habla de frente, nadie me explica
nada. Solo escucho un seco RETIRESE. Me acompañan hasta la puerta, vuelvo a
pasar por el lugar de la golpiza y todo tan normal como siempre, ya no hay
policías enfervorizados ni carne de cañón que maltratar. El lugar es el fiel
reflejo de su slogan “orden y patria”
Al salir del
bar en que nos encontrábamos, nos encaminamos hacia la calle Cumming donde
alguna vez escuché que pasaban cosas, conversamos y dimos vueltas de vagabundo,
compramos unos cigarrillos y cerveza. Mi compañero se sienta en una cuneta
mientras yo trato de dialogar con un par de hippies guitarrientos que comparten
sus creaciones.
De pronto
escuchamos un sonido de guitarra electroacústica que atraviesa el viento,
abandono lo que estoy haciendo para ir a curiosear. Al final de la calle, en
una pequeña plazoleta nos encontramos con Johnny Blues tratando de organizar
sus primeros acordes y su
cuerpo recogido, sentado, atrincherado tras ese amplificador, la armónica
cantándonos y la dicha suprema de beber cerveza en las calles y escuchar la música
de los negros algodoneros.
Le
prendí un cigarro en su boca. – Gracias hermano.- me dijo.
Gracias
a ti johnny retruqué, acordándome de sus discos, del documental hecho por el Pogo
de los peores de Chile, de la primera vez que lo vi en el paseo Huérfanos del
centro de Santiago, de cuanto temo en quedar ciego.
Mientras
sonaba un blues cualquiera, en el momento en que bajo la vista para encender un
cigarrillo, cuando la noche comenzaba a abrazarnos y johnny nos ponía en
sintonía, de un vehiculo verde, grande, pero desconocido para mí, comienzan a
descender elementos de fuerzas especiales de la policía Chilena, se dirigen a
nuestra presencia, nos piden que nos pongamos de pie y del brazo nos suben al
vehiculo. Ahí fue cuando comenzaron los gritos, cuando el silencio se apodero
de mi mente, cuando deje que sucediera lo que fuera. Cinco detenidos en ese
vehiculo llegaron a la 2ª comisaría de Valparaíso aproximadamente a las once de
la noche del sábado 31 del mes del mar.
Según
un estudio desarrollado por la Universidad
Diego Portales y el Instituto de Derechos Humanos acerca de
las denuncias sobre violencia policial (violencia innecesaria, detenciones
ilegales y delitos asociados) muestra que a partir de la llegada de la
democracia en Chile este tipo de denuncias han ido en aumento, esto demostrado
en el aumento de registros entregados por la Brigada de Investigaciones de delitos contra los
Derechos Humanos de la PDI
y el aumento de causas por parte de la Fiscalía Militar
y la Corte
Marcial.
Por
lo menos nosotros, no denunciamos.
Una
ves en la calle necesitábamos entender lo que nos había sucedido, saber donde
estábamos y hacia donde iríamos. Después de patear un par de señaléticas y de
escupir un racimo de garabatos al viento contra la honorable fuerza publica,
superamos el hecho y nos encaminamos hacia donde nos habían tomado detenidos.
Johnny ya no estaba y la noche se había inundado de gente que repletaba los
bares y locales de diversión. Nada mas nos quedaba que seguir la corriente del
río, seguir el rumbo de nuestra motivación y embriagarnos con el licor que el
puerto nos brindaba. Cerveza, tequila, música, vasos al suelo, cigarrillos en
las veredas, ojos a medio abrir, borrachera que comenzaba a enrarecer nuestras
palabras, cansancio.
Ya
pasada la noche, esperamos afuera del rodoviario porteño, la reja se abre y
compramos pasajes de vuelta, subimos al bus y sin saber nada mas abrimos los
ojos de un sobresalto una ves de vuelta en Santiago.
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