martes, 10 de marzo de 2009

Almuerzo en el bar “Las Naciones”

Llego como he llegado tantas veces a este lugar. Mármol hecho escaleras y giros como concha de caracol. La “oficinada”, esa nueva tipología de personas que repletan el Santiago central llena el lugar y el murmullo de sus voces se parece hermosamente al sonido de la lluvia que revota en las tejas de la casa de mi abuela ya muerta.

Encontrar una mesa, es como encontrara un amor, difícil pero no imposible. Posible pero siempre complicado.

Frente a mí una ventana se abre de para en par, mientras cobija la conversación de dos cervezas que se vacían sin compasión.

Mi mesera peruana, tan linda como todas las meseras que me han servido, me susurra su acento como una canción de cuna. Sonríe con sus labios de rosa ardiente y me atiende ligera con la prisa del llamado incesante.

El tenedor es un sable que lucha contra un enemigo avícola y mi mano no soporta la herramienta, toma la mano de aquella ave ya asesinada y termina por roer sus huesos como un manjar bañado de vino tecnificado.

Como, me alimento de desgarbada carne blanda, de arroz hecho para las masas, casi una apología a la olla común de la pobreza y la sutil memoria universitaria.

Este bar es como un castillo abierto, como un salón de baile de viejos pitucos, como una reliquia del Santiago antiguo. ¿Qué habrá sido esto en sus albores? ¿Quién habrá comido primero en estos suelos aun firmes? ¿Habrá sido creado para la conversación, la alegría y la tristeza?

Mi plato ya esta limpio, mi abdomen satisfecho. Mi insípido sueldo sueldo de profesor, transformado en armonía sibarita aliñado con belleza latinoamericana. Bajo mi mano ahora descansa un cuaderno donde emborrono cuartillas. La lucha alimenticia ya ha sido saciada.

Frente a mí, una mujer rubia burbujea en un vaso y yo la bebo. Miro pinturas y dibujos que engalanan las paredes del local. Violeta Parra, El Chavo del 8, Chabuca Limeña y tantos otros miran mi pasar borracho por estos lares. Limpian mi mesa y solo me acompaña la muchacha rubia a quien coqueteo por mil pesos. Ella me escucha sin interrumpir, sus ojos de burbuja no saben decir nada y su cuerpo es mi cama, el descanso de mi cesantía, el recuerdo de mi niñez.

Ya saciado de placeres, solo guardo reposo y beso los labios de cristal d mi compañera. Trato de oir palabras entre los murmullos ya lejanos, pero no consigo nada. Cierro los ojos y mi ceguera solo guarda silencio.

Las mesas comienzan a vaciarse de alimentos y a llenarse de amistad. Amigos desconocidos llegan a mesas desconocidas y mi soledad observa, recorre con su mirada lo ajeno, la humanidad que a mí no me conoce.

Un porcentaje importante de personas paga su cuenta y se retira, solo pocos siguen murmurando y su conversación se remoja de helado néctar de cebada.

Las horas pasan y las botellas aumentan su deambular. La mesera me sonríe como encontrando una mirada cómplice, alguien que entienda su cansancio, su enajenado tiempo de servir a los demás.

Mi novia rubia ya ha comenzado a emborracharme con sus besos, pero como fiel enamorado no dejo de acariciar su bello cuerpo de rubio andar.

Las horas pasan y los amigos cada vez son menos. Y es por eso que disfruto la soledad, porque mas allá de esto solo esta la muerte. Esa que jamás se despedirá de uno y que lo acompañará más allá de la obsesión del respiro.

Guardo silencio y me tumbo en mi asiento. Cierro los ojos preguntándome qué dirá la mesera cuando sepa que no tengo dinero para pagar sus atenciones.

Miguel Herrera C.

****MUYAGRADECIDOPORLOSCOMENTARIOS.SALUDOSATODOS****

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