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Alguna vez comparé en mi mente las tres velocidades en que había recorrido los lugares de mi memoria. Vehículo motorizado, bicicleta y a pie eran los tres puntos de comparación, cada uno con una velocidad distinta, cada uno es una experiencia distinta. Caminar es una experiencia única, quizás por la velocidad que comparte con la experiencia. Caminar inyecta el tiempo indicado para registrarlas a escala humana. Caminar ha acompañado a las humanidades y el pensamiento hasta el día de hoy, cuestión que queda demostrado en las narrativas y diarios de vida de diversos artistas y pensadores y esto no lo planteo buscando alguna comparación. Valga este comentario para defender el párrafo siguiente.
Desde pequeño he caminado a través de calles y cerros, paso a paso intentando percibir lo máximo que se pueda. Recuerdo que mi caminar desde muy pequeño lo hice mirando al suelo, sobre todo cuando se trataba de caminar la ciudad ¿Qué había en el suelo que llamaba mi atención?¿qué había en los otros lugares que no lo hacían? Levanté la cabeza cuando empezó a interesarme lo que tenía enfrente, mi madre me presentaba el mundo para que lo mirara, me enseñó las pantallas de cine y las salas de espera, las filas eternas por salud empobrecida y los paseos a pie. Caminar y conversar para distraer la conciencia del tiempo. Así se nos hace más corto el camino, me decía. Mi padre me enseñó a no detenerme hasta llegar a la meta propuesta. Si te detienes te cansas, mantén un ritmo adecuado y constante y la meta aparecerá sola, me decía.
Así caminamos juntos las avenidas principales de todo el sector sur teniendo al río Mapocho como límite psicológico. Nunca caminamos por la zona norte de la ciudad, nunca nos acomplejó no hacerlo. Y mirar el suelo era un ejercicio constante desde la niñez caminada mirando los desbordes de los canales correr por las avenidas de la ciudad en invierno y las hojas amarillas crujiendo al pasar en las tardes otoñales de Gran Avenida o la primavera que se avisaba con abejas en las flores, cuestión que me ha costado volver a ver y el verano hirviendo a través del asfalto periférico. Alguna vez me dediqué a recolectar boletos de micro, mi tío decía que si juntábamos un millón de boletos, los podíamos canjear por una silla de ruedas para donarla a alguien de la comunidad que lo necesitara. Mirar al suelo se volvía algo con sentido. ¡Mira para adelante! escuchaba constantemente y en mérito de aquello fui dejando de recoger boletos al unísono que ellos fueron desapareciendo. Mirar al suelo para no tropezar quizás, para no mirar al exterior sin parecer un enajenado, caminar mirando al suelo como leyendo las huellas de algo desconocido. Caminar mirando-no mirando, haciendo como que miras.
Mirando al suelo contaba los pastelones de las cuadras, las basuras singulares de los paraderos de micros. Los olvidos de los movimientos furtivos y la creencia del tiempo a través de los pasos. Mirando hacia el suelo pude ver las corrientes de aguas, las trillas de hormigas y los cuerpos que caían a mi alrededor libidos de cansancio. Mirando al suelo es que hicimos carreras de cucarachas y dimos digno entierro a las víctimas de la infancia. Mirar al suelo para permanecer sobre el hilo constante del presente mientras el tiempo transcurre dentro de un reino interno.
¿Y esas detonaciones?
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