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Últimamente la comuna de Ñuñoa se ha tornado objeto de burlas y menosprecio desde los ojos periféricos. Da la impresión que todo comenzó con la gentrificación del barrio Italia que avanzó desde su límite norte (dejé de llamarle frontera a los límites comunales desde que un policía que conversaba conmigo se burló de la palabra que pronuncié para puntualizar el lugar geográfico donde vivía) transformando la arquitectura habitacional en negocios y empresas y parrilladas y reductos alemanes. Llegué a Ñuñoa a los 14 años gracias a las diligencias de un profesor amigo y que se compadeció con mí desamparo educacional. El Liceo a-52 José Toribio Medina fue la víctima ingenua que le abrió las puertas a un desertor del Ritalin. Caminé por la comuna durante tres años y su arquitectura y plazas me deslumbró desde el primer momento. Sus plazas fueron nuestros recreos y tiempos muertos siempre junto a un humo constante de hilarante admiración. Creo que si no hubiese sido por las drogas no recetadas no hubiese tolerado la fomedad de las calles de esta comuna por esos días. El viejo volao que vivía en frente del liceo nos hacía planear por las veredas de una comuna cubierta de frondosas copas de árboles. Hoy volví a caminar por aquella comuna y recordé los arquetipos asociados al espacio que caminaba y mi conciencia comenzó a ver con mayor abundancia bicicletas anoréxicas ensilladas por chasquillas, bigotes y cortavientos. Las calles intermedias mantienen el aire de otros tiempos como museo al aire libre, confieso haber entrado a una que otra casa del sector y su belleza es un poco contradictoria a los ojos de un periférico como yo. Hoy recorrí las calles nuevamente, escuché cantar a un músico callejero en la estación de metro homónima y los negocios de barrio donde compré pan y chancho para la colación no estaban y solo habían emporios y amasanderías y empanaderias y market y grupos inmobiliarios para vivir o invertir, ya no está el pool ni el parrón, ni el viejo de los pitos ni el mismo liceo, ni los chunchos viciosos pidiendo peaje en la botillerias. La comuna se caracteriza estos últimos años por preparar grandes recitales con figuras ya venidas a menos (este último juicio es propio y no busca empatía. Si usted piensa lo contrario lo felicito y está en lo correcto). Para los disturbios de octubre del 19 fueron víctimas de la policía y de manifestantes mientras exigían para otros lo que ellos gozaban desde hace mucho. La arquitectura Ñuñoina es una joya de la ciudad y su estadio que es de todos los/as chileno/as y sus universidades que son de todos y me da por pensar que para escribir algo referente a la comuna debiera hablar de su historia y anécdotas, calles importantes y aquello que llaman hitos. Nada de eso pasa por mi cabeza al momento de caminar sus veredas y rincones, cruzar las esquinas que antes humeaban de consignas y rebeldía dormidas en el trafago de la ubicuidad del mercado hoy en día. Sus librerías con tonalidades abandonadas inalcanzables para los bolsillos populares y las picadas ahora son delivery y los restaurantes llenos de sabores del mundo. La comuna pareciera habitar una bipolaridad entre el habitar pausado de sus casas de reposo y el american way of life, lugar al que todos empujamos con dedicada fruición. También hay poblaciones en la comuna dicen los que dicen representarlos, también anduve por ahí pero hace unos años entre sus callejones del ancho menor al de un abrazo buscando por las tardes algún dealer de esos que uno conoce en la vida. No andaba haciendo turismo, por lo menos en la población cada riesgo debe ser tomado como un aprendizaje porque en algunos casos puede llegar a ser mortal. Las poblaciones, psicológicamente no forman parte de la ciudad pues aún se sienten parte de los excluidos aunque su ghetto esté ubicado al centro de la riqueza. Ocupa mi tiempo darme cuenta que en la población miro para cuidarme y en el barrio miro para conocer mientras los dueños susurran entre rejas y guardias municipales “debe andar mirando pa despues meterse a robar”. Viejo culiao, pienso.
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